La última vez que la ví

    Usaba la ropa de siempre. Esa especie de atuendo entre naif y hippie que tan bien le quedaba. Caminaba con su bolso tejido al hombro mirando a su alrededor sin mirar nada en especial. Yo conocía muy bien esa mirada, una especie de abstracción, un vuelo rasante de la nostalgia. Inés tenía la tendencia suicida que tenemos todos en mayor o en menor medida, esa especie de lucidez que nos hace querer la muerte sólo para comprobar el después de las cosas. Miraba sin mirar, tratando de encontrar esa casualidad que le explique el por qué de las veredas, de los árboles, de ella misma.  

    Seguí su paso implacable durante un par de cuadras, acaso queriendo recoger los pensamientos que amontonaba tras de ella y esa es la mejor excusa que se me ocurría para verla por última vez. 

    Me detuve cuando comprobé que ella también se había detenido. Se quedó inmóvil como las casas, como el cielo. Supuse erróneamente que cambiaría su rumbo o que, en el mejor de los casos giraría y me vería. Inés tenía como atributo la revelación de la inminencia. Esa extraña habilidad de entender los entornos y sus sensaciones. Creí entonces que intuyó mi presencia. Pero no giró un centímetro su cuello. Siguió caminando como si ese instante hubiera sido una realidad paralela del que no tenía conocimiento. 

    La realidad en Inés no era más que una circunstancia fortuita. Un mero maquillaje arquitectónico en el que estábamos inmersos con la cualidad principal de convencernos que eso es lo verdadero. Yo estaba parcialmente de acuerdo, salvo por el detalle de que yo formaba parte de esa circunstancia. 

    Me detuve. La vi seguir su camino como el pintor que detiene el pincel y evalúa lo que acaba de pintar su mano. Ella no era mi obra, pero yo tampoco era pintor. Sólo el lienzo era cierto. Pensaba en ese instante que lo mejor de un lienzo podría ser su estado primitivo, su color blanco. Puse el pincel nuevamente en movimiento y empecé a caminar. 

    Desde más lejos las cosas son distintas. Inés era una más entre todos. Si era descuidado casi me costaba distinguirla. Ese es el precio de la desatención. Ella estaba allí porque yo sabía que lo estaba. Si no lo supiera, tal vez no podría darme cuenta. Entendí entonces que el color blanco del lienzo es la mejor tentación para pintarlo. 

    Ella no sabía que yo la seguía o se hacía la distraída o, quien sabe, el distraído fui yo y me quitó el pincel sin que lo sepa. De cualquier manera su paso era el mismo, su ropa también, su espalda la de siempre. Esa antena receptora de mis brazos, de las noches de verano en que dormía desnuda, de las noches de invierno en que dormía desnuda. No era precisamente que la extrañara. Era todavía una manera de recordarla. Porque el recuerdo es anterior a extrañar.

    Inés seguía caminando. Comencé a sentir esa tendencia suicida que tenemos todos en mayor o en menor medida, esa especie de lucidez que nos hace querer la muerte sólo para comprobar el después de las cosas. 

Comentarios

  1. Excelente narrativa, en las primeras líneas uno queda atrapado hasta el punto final e incluso después de él. Felicitaciones. Un enorme gusto leerte.

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    1. Muchas gracias por comentar, me alegra que te haya gustado. Abrazos.

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