Crónica

La veía por las tardes
al salir del trabajo.

Ella esperaba siempre un colectivo
que a esa hora venía atestado
principalmente de gente
pero también de otros infiernos.

Yo caminaba,
hacía la digestión
de los papeles, los legajos, los contratos
y además,
caminaba,
para retardar
la oscuridad departamental
de mi soledad...

...o algo así.

Pero esa tarde la ví,
y el cabello
le hacia equilibrio sobre sus hombros,
era un péndulo hipnótico
que se movía como un semáforo en el viento.

Hacía frío.
La bufanda me quemaba el cuello.

De repente no sé cómo
aparecí parado detrás de ella
esperando un colectivo,
oliendo el perfume
que ella ya conocía.

El colectivo no venía
y comenzaba a impacientarse,
ella,
yo ya lo estaba de antes.

Y como si un memo
me sorprendiera
con la noticia de un feriado
por el día del barrilete,
ella giró
y preguntó la hora
como si me contara un chisme de oficina.

Yo nunca fui bueno
en esto de iniciar
conversaciones de la nada,
pero se ve que ella
no lo sabía,
o quizá tuvo un buen día.

Entonces el colectivo nunca vino,
y la cerveza nunca fue tan cerveza,
y las risas, los chistes,
y ya teníamos confianza
para tocar temas obvios,
y ella habló de ella,
y yo hablé de mí.

Afuera seguía haciendo frío,
creo.

Tardamos bastante
en quitarnos de encima
el peso del abrigo,
del día,
de la vergüenza.

Miró a su alrededor
y me dijo
“es lindo tu departamento”,
contesté una estupidez:
“quizá porque estás vos”
y ella río
y quedó callada,
y ambos elegimos ese silencio
que no dá lugar a dudas.

Esperando que el reloj sonara a las siete
me despertó su mirada
fija en mi quietud,
y calculo yo que fue
a modo de comprobación
que le pregunté qué hora era
y ella me dijo
las siete.

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